No te lo vas a creer pero es que yo todavía no salgo de mi asombro. No sé por qué me pasan cosas tan extrañas cuando voy a votar. Fíjate, la vez que fuimos Jonathan y yo a votar para las elecciones europeas, encontramos un gatito maullando desesperado en unos jardines cerca de casa, escondido entre las plantas. Era en primavera, Jonathan se marchó a casa en seguida. Dijo que no había problema en que nos lo quedáramos, pero como habíamos estado trabajando toda la noche estaba cansado. Yo me quedé allí casi una hora oye, no sabes lo que me costó cogerlo. Era gris, atigrado y precioso, bueno sigue siéndolo, atigrado y precioso también, pero ahora es enorme. Es un buen gato pero el pobre tiene asma. Tengo un buen recuerdo de esas elecciones por Shakespeare, es que el gato se llama así porque acabábamos de terminar una revista que iba sobre Shakespeare. Pero como decía, no me puedo creer lo que me ha pasado esta vez, en estas elecciones, de verdad te digo que me he quedado pasmada. Jonathan vino para acompañarme, él solo puede votar en las municipales. Pues como te decía, salimos de votar y entramos en un bar cerca del colegio, el mismo colegio que en las europeas. El bar estaba lleno, es un bar de esos que en verano tiene mesas fuera y es muy cómodo, ya sabes, pero que por dentro el espacio de la barra es muy reducido. En realidad las mesas para comer ocupan casi todo el bar. Conseguimos acercarnos a un hueco que había en la barra y pedimos dos mostos. Jonathan últimamente tiene un poco mal la rodilla y mire a ver si había alguna banqueta libre. Entonces vi, que detrás de un hombre que estaba de espaldas, había una banqueta con un móvil enchufado a un cable, así que supuse que lo estaba recargando. Le dije: Perdona. Se giró y al girarse me fijé, no sé por qué, que encima de la barra tenía una carpeta de Vox. Mira, cuando vi la carpeta un escalofrío me recorrió la espalda y se me erizaron todos los pelos de mi cuerpo como a los gatos. Aun así, con una sonrisa le pregunte si por favor podía quitar el móvil para poder usar la banqueta.
Bueno, bueno como si le hubiera dicho acabo de descuartizar a tu padre o algo parecido. Primero me dijo un no contundente, oye. Viendo el panorama y que llevaba unas gafas negras, de noche, en un bar, pensé dejémoslo correr porque este tío está de la olla. Vale -le dije. Pero te crees que eso le hizo parar, no señor, casi se vuelve loco y me empieza a decir que para que use yo la banqueta la usa el y que no le da la gana de mover su móvil de la banqueta porque él la había cogido y no sé cuántas locuras más. Un tipo de unos treinta y tantos, bajito y patético pero peligroso. No sé si tendría problemas con su mujer, que la pobre estaba a su lado muerta de vergüenza intentando calmarle, casi en susurros. Hubo un momento al principio cuando se giró y vio a Jonathan, que vale, ya no es un chaval pero sigue teniendo los hombros de un jugador de rugby, que parecía que el tipejo se iba a cortar, pero ya sabes cómo es Jonathan. Él tranquilo, bueno la verdad es que más que tranquilo estaba alucinado, no entendía nada. Llame a la camarera y le dije: Mira por favor, no me traigas los mostos. Estaba tan alterada que hubiera estrellado la cara de ese energúmeno contra la barra pero le dije a la camarera, en voz alta, para que me oyera todo el mundo: Nos vamos porque este hombre nos está molestando y ofendiendo. Nos dimos la vuelta y el hizo un gesto lleno de rabia con su mano como cuando se aparta a las moscas y dijo: Pues ala adiós. Nos fuimos. Puede que fuera un gesto cobarde, pero, de verdad que ese tío no estaba en sus cabales. Cuando salimos del bar le dije a Jonathan: ¿te imaginas lo que nos espera si algún día gentuza así llega al poder? Pero él no lo entiende, simplemente piensa que ese hombre era un loco pero yo les conozco bien, ya sabes, gente así venía al instituto con bates de beisbol para abrir cabezas. En fin, ya ves que cosas más raras me pasan en las elecciones.
“Mírala, son las nueve y acaba de llegar. La de veces que le he dicho que cerramos a las diez”. “Esa mujer no tiene remedio”. Hortensia imaginaba esta conversación entre las empleadas que a menudo la seguían con la mirada al pasar delante del mostrador de Atención al Cliente.
Había Salido tarde de casa y para empeorar las cosas tuvo que volver a por la mascarilla. Tenía que comprar comida para sus gatos, y algo en la planta 3ª para evitar el lio de la semana de Navidad. No podía soportar la perpetua tortura del “pero mira como beben y vuelven a beber” y vuelven y vuelven y vuelve a beber sin parar. Esos peces borrachos la perforaban los oídos. También le sacaba de quicio la aglomeración de gente desquiciada empujando sus carros con torpeza como si fueran coches de choque en una feria disparatada.
Vio el autobús pasar al otro lado de la calle. Empezó a correr, no era probable que pasara otro hasta dentro de 20 minutos pero… Con las prisas tropezó con la rueda del carro y casi sale volando. Y con una expresión mezcla de asombro y espanto vio pasar otro y con él sus esperanzas de llegar con tiempo suficiente. “¡No, no, no! ¡Mierda de autobús!”, gritó “¿A ver, qué te he hecho yo, Dios mío? ¡Siempre que salgo por la puerta y empiezo a andar, veo a ese autobús de mierda pasar delante de mis narices!” Después de esta muestra inapropiada de emociones intentó respirar como había aprendido en sus clases de yoga, miró hacia un lado y después hacia el otro para comprobar que nadie la había oído. Efectivamente, no había ni un alma y lanzó un suspiro. Eran más de las ocho. Con paso desganado y arrastrando el carro, llegó hasta el semáforo y apretó el botón para activar el paso de peatones. Los coches pararon en el acto y cruzó sin detenerse. Imaginaba sus miradas de odio, sus insultos tras el cristal y sus malos deseos flotando hacía ella como nubes radioactivas.
Al llegar, cruzó todo el edificio de los grandes almacenes para bajar a la sección de mascotas. Tenía que comprar comida para sus gatos pequeños. Sabía que en la tercera planta, donde se encontraba el supermercado, solo tenían para gatos adultos. “Tendré que subir a por el resto de la compra después”, pensó y volvió a mirar el reloj. Su amiga la dependienta, una mujer rubia con ojos azules y que parecía un hada hastiada de su paso por la tierra, la sonrió con calidez y amabilidad. Tenía una hija que cantaba como un ángel y que estaba en el conservatorio. Estuvo escuchándola contar, con un brillo en los ojos, que su hija iba a cantar en público, se olvidó de la hora. De pronto miró el reloj, ya eran las 9:30 y casi dejando a la pobre hada con la palabra en la boca, salió disparada, esta vez atravesando el garaje, para subir al supermercado.
Sólo le quedaba media hora. Subió a la tercera planta. Dejó su carro rápido y cogió uno de los de metal, cuando por fin, después de haberse puesto histérica consiguió encontrar una maldita moneda en su enorme bolso que parecía el de una Mary Poppins malograda. Le daba miedo encontrarse con la mujer de pelo negro y largo, de Atención al Cliente que siempre le recordaba que se cerraba a las diez, pero respiró hondo cuando no la vio. Su mascarilla FP2 la protegía, pero además el supermercado estaba casi vacío. Sólo seis o siete personas, tan poco sociables como ella, deambulaban por los pasillos, un problema menos.
Tardó un poco de más en los quesos. Carrera arriba, carrera abajo veía a los empleados colocando los productos para el día siguiente y estaban tan concentrados que ella parecía un fantasma que revoloteaba de un lado a otro sin que nadie se diera cuenta de su existencia. Ya estaba acostumbrada a esa rutina, ya que siempre iba a comprar a última hora. Sabía que si se olvidaba de algo tendría que volver y odiaba tener que volver por esa razón. Lo sabía, le pasaba siempre, llegaría a casa y diría, por ejemplo: “¡Oh, no…no, no, no se me han olvidado los cubitos de verduras! ¿Qué vamos a hacer ahora?” Y su marido le sonreiría y le diría algo como: “Siempre podemos comernos a Flufi” y la haría reír, pero él no se daría cuenta de la sensación de fracaso que se ocultaba en su misión fallida: conseguir cubitos de verduras para el guiso.
Faltaban cinco minutos. Se le aceleraba el pulso. Se quedaba sin respiración. Corría de un lado a otro como un pollo sin cabeza. “Las patatas, los quesitos sin lactosa, los fideos chinos que ya solo los venden aquí, sé que me falta algo, lo sé”, pensaba. Estaba agotada y se acordaba de su amiga Mercedes que siempre le decía: “Tranquila, Hortensia, la que no tiene cabeza, tiene piernas”. Según se acercaba la hora del cierre, las miradas de desaprobación empezaban a caer sobre ella como una lluvia de flechas silenciosas. Comprendía que esa gente quería irse a casa y libraba una batalla encarnizada consigo misma que a veces le dejaba paralizada delante los tomates sin saber cuáles elegir entre las ocho variedades de distintos precios tamaños y colores.
Por fin llegó a la caja, habían pasado diez minutos del cierre. Hortensia iba sacando los productos del carro para el envío a toda velocidad, como si estuviera en una competición. “¿Tiene tarjeta de Almacenes Compratuvida?”, le preguntó la cajera. “No, solo tarjeta del banco”, respondió. Lanzando un soplido, la cajera le pidió su teléfono y no encontraba su dirección, a pesar de que llevaba comprando ahí desde hacía veinte años. Tuvo que dar todos sus datos otra vez mientras miraba el reloj y pensaba en la mujer de Atención al Cliente y su recurrente advertencia: “Sabe que cerramos a las diez ¿verdad?”
Se apagaron las luces. Había dejado la mayoría de los productos frescos para el final, esos se los llevaba a casa en su carro. Iba tan lleno que la cajera levantado las cejas, le había preguntado: “¿Se va a llevar todo eso? Pero ¿el pedido lo quiere para mañana, verdad? Bajó con el ascensor a la salida. Estaba cerrado. Las persianas bajadas. “Hola hay alguien…hola… ¿no hay nadie?”, preguntó. Le entró pánico. Y si se había marchado todo el mundo. Y si tenía que quedarse ahí encerrada toda la noche con un vigilante psicópata que la descuartizaría y la metería en un armario que se iba a enviar al día siguiente para alguien en Murcia. Un sudor helado empezó a recorrerle la espalda.
Decidió subir de nuevo a pesar de la vergüenza y explicar la situación al grupo de empleados y empleadas que estaban reunidos charlando y riendo delante de Atención al cliente. Al verla se hizo un silencio y la mujer de pelo negro largo que había aparecido de la nada, la miró fijamente torciendo el gesto. Hortensia bajo la cabeza. Entró en el ascensor con varios trabajadores que hacían comentarios jocosos contentos de volver a casa como si ella no estuviera ahí. Miraba fijamente a la puerta para no ver sus caras porque les imaginaba moviendo la cabeza como si fuera un caso perdido de mujer molesta. Llegaron a la planta baja y le indicaron que tendría que salir por la salida de empleados. No había ascensor y el carro pesaba bastante. El vigilante, que resultó ser un hombre muy amable, se ofreció para ayudarle. Hubiera querido ser una Superwoman y haberle dicho: “Muchas gracias, no se preocupe pero puedo con ese carro y con diez más” pero tuvo que rendirse, decir: “Si, muchas gracias” y punto. Le dolía la espalda y no quería quedarse doblada y que encima la tuvieran que sacar en brazos. Mientras bajaban y subían, acompañados por una hilera de empleados que la miraban con extrañeza mientras se dirigían a la ansiada salida, oyó a la mujer de pelo negro largo decir: “Mírala, la última de la fila”. Salió a la calle, en frente estaba la parada de autobús, pero el autobús se estaba marchando y no le abrió la puerta. Se quitó la mascarilla, saltó sobre ella y la pisoteo varias veces. Luego respiro profundamente y se puso a buscar otra en el bolso, donde nunca encontraba lo que buscaba. Finalmente tuvo que aceptarlo, era uno de esos días de mierda y no había nada que hacer. Entonces, encontró la mascarilla, se la puso y como salido de la nada, apareció otro autobús, subió con su carro y se marchó a su casa.
Las picotas crujen y suenan como si mordieras una patata frita muy fina pero te dan una carnosa y dulce sorpresa una vez traspasada su piel. Siempre me han gustado más las picotas que las cerezas. Tienen carácter. Con las cerezas el esfuerzo es mayor porque tienes que quitar el rabo, aunque cuando era niña me gustaba ponérmelas de pendientes. Tenían su gracia, pero son más blandas y con su blandura, disimulan su acidez. Sin embargo, las picotas a pesar de su dureza, son dulces y carnosas. Generalmente son más grandes y cuanto más grandes mejor, porque las metes en la boca, aprietas los dientes, y crack, el verano con su rojo sol, aún fresco del amanecer entra en tu garganta.